Los pueblos, desde la llegada de los colonizadores españoles, tuvieron un patrón con el cual calcar ciudades, fue debido a esta razón que los centros urbanísticos emergentes se dispusieron de la siguiente manera: la iglesia, la escuela, la municipalidad, la plaza o parque y el cementerio, a una distancia considerable del resto. Con estas edificaciones se cubría tanto el ámbito religioso como el sociopolítico. Sin embargo, dentro de la dinámica común de cualquier pueblo, eran necesarios los locales comerciales para conseguir pan, verduras, dulces, licor, necesidades básicas, etc. Y en muchos casos, todos esos elementos se reunían en una curiosa y perfecta conjunción: la pulpería y la cantina.
Desde el siglo XIX y particularmente en el siglo XX, la proliferación de las pulperías y cantinas en todo el territorio del país fue bastante notorio, se puede constatar tanto en la vida urbana como la rural, así lo demuestra un censo del año 1900, en el cual el oficio de pulpero era uno de los más frecuentes. La pulpería y cantina eran el punto de contacto social y económico de la mayoría de las comunidades. San José de la Montaña no fue la excepción, contando ya con la iglesia, la plaza, la escuela y el aumento de la población, incentivó a una vida social que terminó llenando la pulpería y la cantina. En todas ellas la disposición era prácticamente la misma: por un lado, la pulpería con venta de abarrotes, pan, venta a granel; por otro lado, la cantina, con licores y bocas, y también algunas con venta de guaro de contrabando. Estos dos mundos diferentes eran separados, con cierto pudor y fervorosa decencia, con un biombo o mampara.
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En San José de la Montaña se ubicaron cuatro muy famosas: la del “Bajito” a cargo de Benedicto Espinoza, en el sector del Bajito; “El Descanso” a cargo de Rigoberto Alfaro, cerca de la iglesia evangélica; “El Huracán” a cargo de los hermanos Héctor y Milton Hernández, en la esquina del costado noroeste de la iglesia católica; “Rancho Grande” a cargo de Isidro Hernández y posteriormente por su hijo Eliécer Hernández, diagonal al costado suroeste de la iglesia católica. Estos cuatro establecimientos funcionaban como pulperías y cantinas, donde además de ofrecer la venta de productos, funcionaban también como centros de vida social, donde la crítica, los chistes, el ingenio, la información, el desahogo, los problemas, se reflejaban en aquellos pequeños espacios. La posibilidad de vida social, especialmente en zonas rurales como lo es San José de la Montaña, coincidían con estas edificaciones, cumpliendo así con el papel de comunicación y transmisión en la comunidad, yendo más allá de lo comercial, por eso se daban las charlas, los rumores, las noticias, los juegos de azar, el fresco luego de la mejenga, las trasnochadas, etc.
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A pesar de su cotidianeidad y por ese excesivo poder que posee el tiempo, una a una fue cerrando, siendo ese un síntoma nacional, pues muy pocas quedan en el país. Muchos tuvimos la suerte, hasta hace pocos años, de ver aun el retazo de una pulpería, al ingresar a la pulpería “Rancho Grande”, o mejor conocida por la mayoría de las personas como donde “Pipo”, a comprar un cono, un churro, un refresco después de misa, un trompo de madera y hasta ver cuánto iba una mejenga en el antiguo televisor, todo esto junto con toda la variedad de productos que llenaban aquel pequeño espacio.
Parte del recuerdo son aquellas historias en los resistentes mostradores de las pulperías, o aquellos tragos amargos en la barra de las cantinas. Y aunque hayan sucumbido y el tiempo hostil nos fatigue la memoria, la bella nostalgia de recordarlas nos colorea lo que una vez tuvimos.
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