En 1911, según documentos del Archivo Histórico Arquidiocesano, unas personas del "Zanjón" solicitaron a Juan Gaspar, obispo alemán de Costa Rica, permiso para erigir una ermita en honor a San José de la Montaña.
La respuesta fue afirmativa y se construyó, en un terreno donado por Arturo Morales Gutiérrez, un pequeño templo de, según algunos testimonios de personas adultas mayores, dos grandes torres negras que se elevaban en medio de un denso bosque de ciprés.
Posteriormente el "Zanjón" se convertiría en San José de la Montaña, nombre que, más allá de la idea que lo liga a las características orográficas y naturales, tendría su origen en la advocación de San José de la Montaña.
¿De dónde viene esta advocación?
La historia de la advocación está ligada a la figura de Petra de San José, religiosa de rostro adusto y semblante severo, conocida por ser la fundadora del Real Santuario de San José de la Montaña en España durante los siglos XIX y XX.
Petra nació en Málaga, en 1845, en el seno de una familia acomodada y poseedora de tierras y molinos. Durante su juventud, ante un matrimonio que fracasó debido a motivos políticos, ingresó a la congregación de las Mercedarias e inició una vida religiosa. Abrazó los valores católicos más tradicionales: el ascetismo y la sencillez, el desprecio por lo mundano, el castigo corporal, así como la piedad cristiana orientada hacia las recompensas extraterrenales.
Posteriormente fundó su propia congregación: Las Madres de Desamparados y San José de la Montaña. En 1890, con la intención de construir un hogar para huérfanas y un lugar estable para su congregación, Petra planteó la creación de un templo en Barcelona. Recibió muchas donaciones por parte de familias muy importantes de la ciudad, con lo que, en 1895, logró la inauguración del templo.
Se empezaron a presentar grandes peregrinaciones y el templo empezó a ser llamado El Santuario de San José de la Montaña. Incluso, en 1908, el rey Alfonso XIII le concedió el título de Real Santuario.
¿Cómo llegó hasta San José de la Montaña?
La advocación de San José de la Montaña se empezó a extender por diferentes lugares, especialmente en los de mayor dependencia religiosa hacia España, como por ejemplo América Latina.
Sabemos que, desde la declaración como república, Costa Rica intentó construir una idea de nación y de patria: "la Suiza de los trópicos", como decía el viajero irlandés Thomas Meagher; el blanqueamiento de la Costa Rica liberal con el fin de integrarse en los mercados mundiales; el supuesto carácter neutral y pacífico; el mito de la igualdad; y, por supuesto, el catolicismo.
Sin embargo, de las mujeres y los hombres que vivían en el "Zanjón" sabemos muy poco, pues las crónicas e investigaciones son, sino inexistentes, muy escasas. No sabemos cómo llegó una advocación que, en ese momento (1911), era relativamente reciente.
Podemos especular, divagar y dar vueltas. Mi abuela, por ejemplo, intentaba construir, a partir de lo que había escuchado, una imagen de las primeras personas que vivieron en San José de la Montaña. El resultado era algo así como esos manteles a los que se les agregan parches de colores y estampados. Era, como dicen algunas personas mayores, un mejunje, es decir, un enredo:
Que bajo grandes árboles y al margen de caminos poco transitados el silencio moldeaba las interacciones humanas.
Que al resguardo de las aguas oscuras que corrían por “El Zanjón” la temporalidad era distinta.
Que las manos y los rostros parecían escrituras cuneiformes moldeadas por el trabajo duro y las privaciones.
Que consideraban que el lugar en el que vivían, rodeado por la humedad y el silencio, podía ser un santuario para José.
Que, como esos místicos medievales de los que hablaba Spinoza, encontraban a su divinidad en todas las cosas: en los vapores que se arremolinaban alrededor de las vacas; en las pequeñas flores que, como pequeños milagros, reverberaban con el alba; o en los hongos negros, moteados por pequeños insectos de apariencia metálica, que nacían en los lugares más inesperados.
Poco sabemos y, posiblemente, nunca vayamos a saber más que eso.
La historia de San José de la Montaña es como ese mantel al que se le agregan retazos de colores y estampados. Es siempre inacabada y por más parches que le cosamos siempre va a existir algún pequeño agujero.
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